La culpa fué del balón
Publicado: Vie, 16 Ene 2009, 22:03
Extraido del blog somniloquios merece dedicarle unos minutos
http://ornat.blogia.com/temas/historias-del-rugby.php
Entre 1964 y 1971, mi madre dio a luz a una primera línea completa. Si los tres hermanos no llegamos a jugar al rugby juntos fue sólo porque en el último parto doña María Jesús alumbró a una niña, que con el tiempo se convirtió en mi hermana. Aunque nos costó años darnos cuenta de ello, la naturaleza fue generosa con nosotros y nos dotó para el juego desde la cuna: al nacer, mi hermano dio en la balanza 4,200 kilogramos; yo, dos años más tarde, subí la marca hasta 4,600; en progresiva evolución, mi hermana saludó al mundo marcando 5,300 en la báscula, ya sin cordón umbilical. Instante que el doctor aprovechó para darle un consejo a mi madre: “No tenga usted más hijos”. Y mi madre le hizo caso. Mi padre también.
Porque el pilar nace, aunque luego se haga. Aunque tarde 20 años en tomar su definitiva forma, como nos pasó a nosotros, que hasta pasada la adolescencia éramos jóvenes y atléticos y después fuimos jóvenes y primeras líneas. Y ahí nos hemos quedado, porque una condición bastante desconocida del rugby es que mantiene los cuerpos jóvenes, a punto para el amor o para la guerra, que son dos signos indudables de la juventud. Los Ornat jugamos juntos a principios de los años 90, vestidos de negro con el equipo de Ingenieros de Zaragoza porque el negro estiliza. Yo llevaba el 1 y mi hermano el 3. Celebramos la primera victoria con una cena clásica y ligera en El Pasgón, lugar de reunión nocturna de los abandonados diversos que genera la ciudad. Entre ellos, claro, un equipo de rugby. El menú era éste: ensalada ilustrada para abrir boca, judías blancas con tocino de primer plato, huevos fritos con jamón y chorizo de segundo, y flan de postre. Vino y gaseosa. Había un tipo que jugaba de tres cuartos, más imaginativo con la gaseosa que con el balón. Le gustaba lo que él llamaba “hacer estalagtitas”. Agarraba una botella entera de Konga, la agitaba violentamente durante unos 15 segundos y, a continuación, de súbito le quitaba el tape de rosca y la sujetaba en posición vertical. La gaseosa salía impelida como un géiser hacia arriba y entre líquido y gas, formaba en el techo unas agujas falsamente calcáreas y traslúcidas que muy lentamente llovían sobre la mesa el resto de la noche. Las estalagtitas.
Como cualquiera sabe, buena parte del rugby sucede en los bares, nunca en las bibliotecas ni a la entrada del cine. Los Ingenieros me ficharon en un bar y el Seminario me recuperó, años después, en otro bar. Digo recuperar porque yo ya entrenaba con el Seminario desde hacía algún tiempo, pero no tenía ficha. A la vuelta de un entrenamiento, tropecé con una fila de cervezas y con los chicos del equipo de mi hermano, que recuperaban también las toxinas perdidas con el ejercicio físico. En el mientras tanto, se pasaban un balón de rugby de mano a mano. Me invitaron a jugar. Acepté de inmediato porque estaba como los jarheads en el desierto de Irak, esperando a que los llamen para el frente. Necesitaba entrar en acción. Necesitaba saber cómo era eso de chocar con la cabeza por delante. Eso de destrozarte el cuello empujando. Eso de pasarle por encima a la melé contraria.
De los dos Ornat, mi hermano llegó al rugby primero y se fue mucho antes. En su honor hay que decir que inventó un arquetipo que pocos años después haría célebre Jonah Lomu: el ala que también podía jugar de delantero. Ornat sénior empezó con el 11 porque siempre fue rápido. Unos cuantos gin-tonics más tarde, hubo que cambiarle la camiseta y darle otra con el número 3. Era un tres veloz al que costaba seguirle los pasos, para su desgracia. Se le recuerda un instante habitual en cada partido. En el apretón de la primera melé, mi hermano abandonaba el paquete, desatendía el juego, se dirigía precipitadamente hacia la banda y durante unos segundos doblaba el vientre de espaldas al terreno de juego mientras elaboraba con su garganta líquidas voces de ultratumba. Una vez vaciado el estómago de las infusiones que se hubiera tomado la noche anterior, empezaba su partido. Regresaba a la melé lo más alegre y aquí paz y después gloria. Su momento más memorable, sin embargo, siempre llegaba en el tercer tiempo. Era un jugador de terceros tiempos. El primero y el segundo constituían una suerte de excusa para la reunión. A quien algo así le parezca un defecto o la semblanza de un jugador menor, debería recordar este principio fundamental: el rugby tiene dos tiempos de 40 minutos y un tercero de duración variable, según aguante y necesidades de los contendientes. El tercer tiempo no es un añadido singular, es PARTE del partido. Es decir, que también hay que ganarlo. Amigablemente y con cerveza, sí, pero hay que ganarlo. No puede ser que el equipo contrario beba más. Ni que cante más. Ni que recite más chistes de brocha gorda ni le falte con más gracia a las mujeres. Eso también es el rugby.
Mi hermano empezó a dejarlo el día que el Vaca, talonador melancólico, le dio un cabezazo en el pecho. La decisión, vista en perspectiva, supuso por su parte un acceso de reflexión sin precedentes. Esa tarde ofreció su último recital en el tercer tiempo. En el bar de la gasolinera, a la entrada de Santa Isabel, ya notaba una molestia persistente en el tórax cuando levantaba las espumosas jarras. Resuelto a no dejarse engañar por un golpe de nada, se anestesió con una buena serie de alzamientos hasta que el dolor se rindió al empuje ganador del alcohol. El tercer tiempo se fue calentando y el gran Ornat (como pilar que era) supo que debía tomar el mando de la juerga y terminó por interpretar el que siempre fue su número más aplaudido: caminar sobre las manos con las piernas en alto y dar volteretas laterales, ante el jolgorio de la beoda concurrencia. Al día siguiente lamentó haber llevado tan lejos sus habilidades acrobáticas: en su topetazo, el Vaca le había roto un par de costillas.
Mi hermano lo dejó. Yo seguí. Aún sigo. Si en algún momento pude dejar el rugby fue antes de jugarlo. Ahora sé que jamás podré dejarlo y no encuentro manera de resolver la ecuación de la edad y los partidos. Ese instante primero y único de duda pudo sobrevenir cuando, en el primer partido que miré en directo, vi a Carlitos Ezquerro aprovechar un agrupamiento para estrujarle los huevos a un contrario, con la consiguiente sesión de puños voladores. El rugby me enviaba un último aviso, que por supuesto desoí. La llamada primitiva me había alcanzado y no podía echarme atrás por un leve atisbo de psicopatía en un juego que yo pensaba idílico, noble, esforzado y prohibido para cerebros fuera de la ley. Decidí seguir adelante y probarlo, desde luego. Pronto entendí que los partidos de rugby, como la vida, están llenos de oscuros recovecos. Como diría el coronel Kurtz: “En la selva he visto cosas que vosotros no creeríais”.
La culpa de todo la tuvo el balón. El balón de rugby... Una vez que lo has tocado, te quedas atado a él. Un balón de rugby entre las manos constituye un viaje sensorial, no importa dónde ni en qué situación de la vida lo toques. El balón de rugby está hecho de una materia falsamente artificial. Puede que sólo sea goma inflada, pero su antropomórfica composición tiene algo que te eriza la piel. Para empezar, nadie sabe qué hacer con un balón ovalado. Salvo nosotros, que hemos aprendido a botarlo sobre su lado justo para que nos vuelva a las manos. El cerebro sabe aún más que nosotros mismos. Hay sonidos (el repiqueteo de las botas de tacos en las baldosas del vestuario cuando sales al campo), hay olores (la hierba que te aplasta la cara en el fondo de un ruck, las cremas que calientan los músculos en el vestuario y que persisten cuando sacas la ropa de jugar de la lavadora), hay sabores (el de la cerveza y otros que no se nombran) y hay texturas que el cerebro de un jugador de rugby reconoce de inmediato. Todas remiten a una sola: las sensaciones que uno tiene en el campo cuando toca un balón. La urgencia de avanzar con él hasta donde te dé el aliento, la obligación de usarlo bien, el rearme muscular frente a los golpes que vienen, la claridad para buscar espacios, evitar hombres, reconocer compañeros y no perderlo.
La nostalgia del rugby es traicionera, así que conviene no tener balones de rugby en casa. Porque puede suceder que uno esté al pedo en el sofá, toque la pelota como para entretener algo en las manos y... ese simple roce supone un peligro mayor: enseguida dan ganas de metérselo entre el brazo y el vientre y cargar contra las 32 pulgadas de TFT de la televisión. Ellas no lo entienden y te mirarán mal, haciéndote sentir raro o fuera de contexto, porque ellas no saben lo que se siente cuando uno gana la línea de ventaja en un partido. Ganar la línea de ventaja con un balón de rugby en las manos es como saltar por encima de las trincheras enemigas con un bebé envuelto en los brazos. Todos te quieren matar o bien están dispuestos a deshacerte los tobillos a mordiscos o a descerrajarte un tiro en la cabeza. Tú estás resuelto a morir si hiciera falta, porque un balón en las manos te abandona en un territorio de pasiones trascendentales que te hacen sentirte un héroe... Pero antes has de entregar al bebé almendrado, sano y salvo.
Ellas no lo entienden. No entienden que con la pelota en las manos uno no puede quedarse quieto. Hay que avanzar por co*****. Y si hace falta comprar una televisión nueva, se compra.
http://ornat.blogia.com/temas/historias-del-rugby.php
Entre 1964 y 1971, mi madre dio a luz a una primera línea completa. Si los tres hermanos no llegamos a jugar al rugby juntos fue sólo porque en el último parto doña María Jesús alumbró a una niña, que con el tiempo se convirtió en mi hermana. Aunque nos costó años darnos cuenta de ello, la naturaleza fue generosa con nosotros y nos dotó para el juego desde la cuna: al nacer, mi hermano dio en la balanza 4,200 kilogramos; yo, dos años más tarde, subí la marca hasta 4,600; en progresiva evolución, mi hermana saludó al mundo marcando 5,300 en la báscula, ya sin cordón umbilical. Instante que el doctor aprovechó para darle un consejo a mi madre: “No tenga usted más hijos”. Y mi madre le hizo caso. Mi padre también.
Porque el pilar nace, aunque luego se haga. Aunque tarde 20 años en tomar su definitiva forma, como nos pasó a nosotros, que hasta pasada la adolescencia éramos jóvenes y atléticos y después fuimos jóvenes y primeras líneas. Y ahí nos hemos quedado, porque una condición bastante desconocida del rugby es que mantiene los cuerpos jóvenes, a punto para el amor o para la guerra, que son dos signos indudables de la juventud. Los Ornat jugamos juntos a principios de los años 90, vestidos de negro con el equipo de Ingenieros de Zaragoza porque el negro estiliza. Yo llevaba el 1 y mi hermano el 3. Celebramos la primera victoria con una cena clásica y ligera en El Pasgón, lugar de reunión nocturna de los abandonados diversos que genera la ciudad. Entre ellos, claro, un equipo de rugby. El menú era éste: ensalada ilustrada para abrir boca, judías blancas con tocino de primer plato, huevos fritos con jamón y chorizo de segundo, y flan de postre. Vino y gaseosa. Había un tipo que jugaba de tres cuartos, más imaginativo con la gaseosa que con el balón. Le gustaba lo que él llamaba “hacer estalagtitas”. Agarraba una botella entera de Konga, la agitaba violentamente durante unos 15 segundos y, a continuación, de súbito le quitaba el tape de rosca y la sujetaba en posición vertical. La gaseosa salía impelida como un géiser hacia arriba y entre líquido y gas, formaba en el techo unas agujas falsamente calcáreas y traslúcidas que muy lentamente llovían sobre la mesa el resto de la noche. Las estalagtitas.
Como cualquiera sabe, buena parte del rugby sucede en los bares, nunca en las bibliotecas ni a la entrada del cine. Los Ingenieros me ficharon en un bar y el Seminario me recuperó, años después, en otro bar. Digo recuperar porque yo ya entrenaba con el Seminario desde hacía algún tiempo, pero no tenía ficha. A la vuelta de un entrenamiento, tropecé con una fila de cervezas y con los chicos del equipo de mi hermano, que recuperaban también las toxinas perdidas con el ejercicio físico. En el mientras tanto, se pasaban un balón de rugby de mano a mano. Me invitaron a jugar. Acepté de inmediato porque estaba como los jarheads en el desierto de Irak, esperando a que los llamen para el frente. Necesitaba entrar en acción. Necesitaba saber cómo era eso de chocar con la cabeza por delante. Eso de destrozarte el cuello empujando. Eso de pasarle por encima a la melé contraria.
De los dos Ornat, mi hermano llegó al rugby primero y se fue mucho antes. En su honor hay que decir que inventó un arquetipo que pocos años después haría célebre Jonah Lomu: el ala que también podía jugar de delantero. Ornat sénior empezó con el 11 porque siempre fue rápido. Unos cuantos gin-tonics más tarde, hubo que cambiarle la camiseta y darle otra con el número 3. Era un tres veloz al que costaba seguirle los pasos, para su desgracia. Se le recuerda un instante habitual en cada partido. En el apretón de la primera melé, mi hermano abandonaba el paquete, desatendía el juego, se dirigía precipitadamente hacia la banda y durante unos segundos doblaba el vientre de espaldas al terreno de juego mientras elaboraba con su garganta líquidas voces de ultratumba. Una vez vaciado el estómago de las infusiones que se hubiera tomado la noche anterior, empezaba su partido. Regresaba a la melé lo más alegre y aquí paz y después gloria. Su momento más memorable, sin embargo, siempre llegaba en el tercer tiempo. Era un jugador de terceros tiempos. El primero y el segundo constituían una suerte de excusa para la reunión. A quien algo así le parezca un defecto o la semblanza de un jugador menor, debería recordar este principio fundamental: el rugby tiene dos tiempos de 40 minutos y un tercero de duración variable, según aguante y necesidades de los contendientes. El tercer tiempo no es un añadido singular, es PARTE del partido. Es decir, que también hay que ganarlo. Amigablemente y con cerveza, sí, pero hay que ganarlo. No puede ser que el equipo contrario beba más. Ni que cante más. Ni que recite más chistes de brocha gorda ni le falte con más gracia a las mujeres. Eso también es el rugby.
Mi hermano empezó a dejarlo el día que el Vaca, talonador melancólico, le dio un cabezazo en el pecho. La decisión, vista en perspectiva, supuso por su parte un acceso de reflexión sin precedentes. Esa tarde ofreció su último recital en el tercer tiempo. En el bar de la gasolinera, a la entrada de Santa Isabel, ya notaba una molestia persistente en el tórax cuando levantaba las espumosas jarras. Resuelto a no dejarse engañar por un golpe de nada, se anestesió con una buena serie de alzamientos hasta que el dolor se rindió al empuje ganador del alcohol. El tercer tiempo se fue calentando y el gran Ornat (como pilar que era) supo que debía tomar el mando de la juerga y terminó por interpretar el que siempre fue su número más aplaudido: caminar sobre las manos con las piernas en alto y dar volteretas laterales, ante el jolgorio de la beoda concurrencia. Al día siguiente lamentó haber llevado tan lejos sus habilidades acrobáticas: en su topetazo, el Vaca le había roto un par de costillas.
Mi hermano lo dejó. Yo seguí. Aún sigo. Si en algún momento pude dejar el rugby fue antes de jugarlo. Ahora sé que jamás podré dejarlo y no encuentro manera de resolver la ecuación de la edad y los partidos. Ese instante primero y único de duda pudo sobrevenir cuando, en el primer partido que miré en directo, vi a Carlitos Ezquerro aprovechar un agrupamiento para estrujarle los huevos a un contrario, con la consiguiente sesión de puños voladores. El rugby me enviaba un último aviso, que por supuesto desoí. La llamada primitiva me había alcanzado y no podía echarme atrás por un leve atisbo de psicopatía en un juego que yo pensaba idílico, noble, esforzado y prohibido para cerebros fuera de la ley. Decidí seguir adelante y probarlo, desde luego. Pronto entendí que los partidos de rugby, como la vida, están llenos de oscuros recovecos. Como diría el coronel Kurtz: “En la selva he visto cosas que vosotros no creeríais”.
La culpa de todo la tuvo el balón. El balón de rugby... Una vez que lo has tocado, te quedas atado a él. Un balón de rugby entre las manos constituye un viaje sensorial, no importa dónde ni en qué situación de la vida lo toques. El balón de rugby está hecho de una materia falsamente artificial. Puede que sólo sea goma inflada, pero su antropomórfica composición tiene algo que te eriza la piel. Para empezar, nadie sabe qué hacer con un balón ovalado. Salvo nosotros, que hemos aprendido a botarlo sobre su lado justo para que nos vuelva a las manos. El cerebro sabe aún más que nosotros mismos. Hay sonidos (el repiqueteo de las botas de tacos en las baldosas del vestuario cuando sales al campo), hay olores (la hierba que te aplasta la cara en el fondo de un ruck, las cremas que calientan los músculos en el vestuario y que persisten cuando sacas la ropa de jugar de la lavadora), hay sabores (el de la cerveza y otros que no se nombran) y hay texturas que el cerebro de un jugador de rugby reconoce de inmediato. Todas remiten a una sola: las sensaciones que uno tiene en el campo cuando toca un balón. La urgencia de avanzar con él hasta donde te dé el aliento, la obligación de usarlo bien, el rearme muscular frente a los golpes que vienen, la claridad para buscar espacios, evitar hombres, reconocer compañeros y no perderlo.
La nostalgia del rugby es traicionera, así que conviene no tener balones de rugby en casa. Porque puede suceder que uno esté al pedo en el sofá, toque la pelota como para entretener algo en las manos y... ese simple roce supone un peligro mayor: enseguida dan ganas de metérselo entre el brazo y el vientre y cargar contra las 32 pulgadas de TFT de la televisión. Ellas no lo entienden y te mirarán mal, haciéndote sentir raro o fuera de contexto, porque ellas no saben lo que se siente cuando uno gana la línea de ventaja en un partido. Ganar la línea de ventaja con un balón de rugby en las manos es como saltar por encima de las trincheras enemigas con un bebé envuelto en los brazos. Todos te quieren matar o bien están dispuestos a deshacerte los tobillos a mordiscos o a descerrajarte un tiro en la cabeza. Tú estás resuelto a morir si hiciera falta, porque un balón en las manos te abandona en un territorio de pasiones trascendentales que te hacen sentirte un héroe... Pero antes has de entregar al bebé almendrado, sano y salvo.
Ellas no lo entienden. No entienden que con la pelota en las manos uno no puede quedarse quieto. Hay que avanzar por co*****. Y si hace falta comprar una televisión nueva, se compra.