PERDER.
Publicado: Vie, 15 Feb 2013, 22:03
PERDER.
Nos enamora el rugby porque es una escuela de vida. Porque todo lo que aprendemos en el campo nos lo llevamos puesto. Y una de las lecciones más duras la hemos aprendido todos. Es el amargo sabor de una derrota.
Ha pasado el partido. Arrastras la bolsa cojeando hasta casa. Es tarde de sábado, o quizás de domingo. Ya es de noche. Vienes de un tercer tiempo en el que quizás no querías estar. Pero en el que tenías que estar. Y agradecer al otro equipo las ganas de luchar contra ti. Entrar a casa es un ritual de malos gestos, tareas pesadas que no hacen más que cargar tu mal humor. La ropa, llena de barro, a la lavadora. Las botas, irreconocibles, a la ventana. Es aquí cuando empieza el dolor de cabeza. Ya desnudo, te miras al espejo y evalúas las heridas. Un golpe aquí, otro allí, un corte en la cara, el ojo morado... Pero eres perro viejo, y sabes que los golpes que más duelen van por dentro, y los descubrirás mañana, al despertarte.
La ducha pasa de ser ese momento de relax diario a un torrente de alfileres que penetran en cada una de tus heridas. Tu mente, incapaz de desconectar, no deja de repetir el partido una y mil veces: Ese knock-on, esa bola que se te escapa de los dedos, ese placaje que fallaste, ese ensayo que no llegó nunca. Esa mirada a la grada, donde están los de siempre, los que nunca fallan, los que te van a ver juegues en casa o fuera, no importa lo lejos o lo temprano que se tengan que levantar. A ellos les duele tanto o más que a ti. Y no puedes mirarles a la cara.
Sales de la ducha y el hielo ya se aprieta contra tus costillas. Dicen que las costillas duelen mucho. Le llaman el dolor del alma, porque siempre está presente. Con la otra mano, haces la comida. Tienes hambre, mucha, pero no tienes ganas de comer. Llega el momento en que, sin querer, estás sentado en la silla, delante del plato y tu mirada se pierde durante unos minutos. Recapacitas y piensas: "estoy lleno de golpes, me duele todo, hemos pasado un mal rato.... ¿De verdad merece la pena seguir con todo esto?" Y justo cuando te vas a plantear dejarlo, suena el móvil. Quizás un compañero de equipo, ese que guarda tu hombro los 80 minutos, el que limpia la abierta cada vez que te caes, y que siempre está a tu lado te escribe, te cuenta que está sentado en una silla, lleno de golpes, delante de su cena fría y que se pregunta si merece la pena seguir. Y uno al otro os convencéis de dejar pasar el día, de pensar en frio.
Al día siguiente te levantas y vuelves a evaluar los daños. Todo te duele menos de lo que pensabas. Al móvil llegan mensajes de ánimo de esas personas que siempre están pendientes de ti, que siempre te apoyan ganes o pierdas. La ropa, ya no está llena de barro, los pantalones, las botas... todo huele a limpio. Es de día y ahora sí, tienes hambre y ganas de comer. Devoras el desayuno y buscas algún partido para ver. El rugby, que ayer odiabas, hoy ya lo vuelves a necesitar. Y así pasa el fin de semana, y llega el primer entreno antes del siguiente partido. El equipo parece motivado. El entreno es intenso. Corres con la rabia de pensar que no te volverá a pasar. Que no vas a volver a fallar. Que vas a ser más rápido, más fuerte, más hábil. Cuando llega el miércoles las heridas ya han cicatrizado. Las conversaciones ya no se apartan del próximo partido. ¡Vamos a ganar! La dinámica de la semana ha cambiado totalmente. Tu mandíbula se aprieta. Y cuando llega el sábado por la mañana, saltas de la cama como un resorte. Con tu canción preferida. Esa que mueve unos hilos en tu interior que no los mueve nada ni nadie más. Con Brian O'Driscoll en el ordenador (sonriendo), o quizás con Dan Carter, o con Sony Bill Williams. Y allí, delante del espejo, donde la semana pasada veías un saco roto, ahora ves un guerrero maorí.
Uno de esos días, al fin, llega la victoria. El día en que sale todo. En el que esas personas que viajaron para verte no paran de disfrutar con el partido, de jalear y animar. Con los que luego compartes risas y cervezas. En el que al móvil sólo llegan las enhorabuenas desde la distancia. Ese día, el de una victoria importante, quizás un título, o quizás simplemente el derbi, ese día reserva unos segundos en el tercer tiempo. Y levanta la cerveza a tu salud. A la salud de aquel tipo que se sentó en una silla, con hielo y heridas por todo el cuerpo, con todo en su contra, y que se negó a dejarlo. Porque es gracias a él que ahora disfrutas de la cara dulce del rugby. Es gracias a su sufrimiento que gozas de la recompensa.
Porque el rugby, siempre nos tiene reservado un día de gloria. A todos. A veces, se hace esperar. Pero cuánto más tienes que esperar más grande será la recompensa. Perder es sólo un paso más para aprender a ganar. Mientras tanto sólo queda apretar los dientes y seguir caminando con la cabeza alta. Ser un jugador de rugby no es fácil, quizás es por eso que nos gusta serlo.
Nos enamora el rugby porque es una escuela de vida. Porque todo lo que aprendemos en el campo nos lo llevamos puesto. Y una de las lecciones más duras la hemos aprendido todos. Es el amargo sabor de una derrota.
Ha pasado el partido. Arrastras la bolsa cojeando hasta casa. Es tarde de sábado, o quizás de domingo. Ya es de noche. Vienes de un tercer tiempo en el que quizás no querías estar. Pero en el que tenías que estar. Y agradecer al otro equipo las ganas de luchar contra ti. Entrar a casa es un ritual de malos gestos, tareas pesadas que no hacen más que cargar tu mal humor. La ropa, llena de barro, a la lavadora. Las botas, irreconocibles, a la ventana. Es aquí cuando empieza el dolor de cabeza. Ya desnudo, te miras al espejo y evalúas las heridas. Un golpe aquí, otro allí, un corte en la cara, el ojo morado... Pero eres perro viejo, y sabes que los golpes que más duelen van por dentro, y los descubrirás mañana, al despertarte.
La ducha pasa de ser ese momento de relax diario a un torrente de alfileres que penetran en cada una de tus heridas. Tu mente, incapaz de desconectar, no deja de repetir el partido una y mil veces: Ese knock-on, esa bola que se te escapa de los dedos, ese placaje que fallaste, ese ensayo que no llegó nunca. Esa mirada a la grada, donde están los de siempre, los que nunca fallan, los que te van a ver juegues en casa o fuera, no importa lo lejos o lo temprano que se tengan que levantar. A ellos les duele tanto o más que a ti. Y no puedes mirarles a la cara.
Sales de la ducha y el hielo ya se aprieta contra tus costillas. Dicen que las costillas duelen mucho. Le llaman el dolor del alma, porque siempre está presente. Con la otra mano, haces la comida. Tienes hambre, mucha, pero no tienes ganas de comer. Llega el momento en que, sin querer, estás sentado en la silla, delante del plato y tu mirada se pierde durante unos minutos. Recapacitas y piensas: "estoy lleno de golpes, me duele todo, hemos pasado un mal rato.... ¿De verdad merece la pena seguir con todo esto?" Y justo cuando te vas a plantear dejarlo, suena el móvil. Quizás un compañero de equipo, ese que guarda tu hombro los 80 minutos, el que limpia la abierta cada vez que te caes, y que siempre está a tu lado te escribe, te cuenta que está sentado en una silla, lleno de golpes, delante de su cena fría y que se pregunta si merece la pena seguir. Y uno al otro os convencéis de dejar pasar el día, de pensar en frio.
Al día siguiente te levantas y vuelves a evaluar los daños. Todo te duele menos de lo que pensabas. Al móvil llegan mensajes de ánimo de esas personas que siempre están pendientes de ti, que siempre te apoyan ganes o pierdas. La ropa, ya no está llena de barro, los pantalones, las botas... todo huele a limpio. Es de día y ahora sí, tienes hambre y ganas de comer. Devoras el desayuno y buscas algún partido para ver. El rugby, que ayer odiabas, hoy ya lo vuelves a necesitar. Y así pasa el fin de semana, y llega el primer entreno antes del siguiente partido. El equipo parece motivado. El entreno es intenso. Corres con la rabia de pensar que no te volverá a pasar. Que no vas a volver a fallar. Que vas a ser más rápido, más fuerte, más hábil. Cuando llega el miércoles las heridas ya han cicatrizado. Las conversaciones ya no se apartan del próximo partido. ¡Vamos a ganar! La dinámica de la semana ha cambiado totalmente. Tu mandíbula se aprieta. Y cuando llega el sábado por la mañana, saltas de la cama como un resorte. Con tu canción preferida. Esa que mueve unos hilos en tu interior que no los mueve nada ni nadie más. Con Brian O'Driscoll en el ordenador (sonriendo), o quizás con Dan Carter, o con Sony Bill Williams. Y allí, delante del espejo, donde la semana pasada veías un saco roto, ahora ves un guerrero maorí.
Uno de esos días, al fin, llega la victoria. El día en que sale todo. En el que esas personas que viajaron para verte no paran de disfrutar con el partido, de jalear y animar. Con los que luego compartes risas y cervezas. En el que al móvil sólo llegan las enhorabuenas desde la distancia. Ese día, el de una victoria importante, quizás un título, o quizás simplemente el derbi, ese día reserva unos segundos en el tercer tiempo. Y levanta la cerveza a tu salud. A la salud de aquel tipo que se sentó en una silla, con hielo y heridas por todo el cuerpo, con todo en su contra, y que se negó a dejarlo. Porque es gracias a él que ahora disfrutas de la cara dulce del rugby. Es gracias a su sufrimiento que gozas de la recompensa.
Porque el rugby, siempre nos tiene reservado un día de gloria. A todos. A veces, se hace esperar. Pero cuánto más tienes que esperar más grande será la recompensa. Perder es sólo un paso más para aprender a ganar. Mientras tanto sólo queda apretar los dientes y seguir caminando con la cabeza alta. Ser un jugador de rugby no es fácil, quizás es por eso que nos gusta serlo.